Todos somos tan sufridos. Es como si todo lo malo nos pasara a nosotros. Llevamos esta constante competencia de “a ver quién sufre más” en nuestros hombros y para mi temor, no sabemos cómo descargarla. Si tenemos trabajo, tenemos más trabajo que todos los que nos rodean. Si tenemos que levantarnos temprano, nadie se levanta más temprano que nosotros… y se acuesta más tarde. Y cuando hablamos de un corazón roto. Uffff. Ni mencionarlo.
Nuestras dolencias son las más importantes. Ese YO tan marcado e imposible de obviar está constantemente frente al espejo. YO SUFRO/SUFRÍ. YO. Sólo se vuelve un TÚ, o ÉL/ELLA sí es para culpar.
No sabemos cómo presentar los daños del tamaño que corresponden. Detrás de las lágrimas los objetos se ven más grandes de lo que son. Nuestro cuerpo debería venir con esa advertencia como los retrovisores: Cuando miramos atrás, con los ojos empañados de lágrimas, vemos nuestro dolor más cerca.
Y así lo proyectamos. En cuestiones del amor, somos los mayores desgraciados, perdedores y tristes seres. Siempre mártires, siempre caballeros sin escudos y sin lanzas, recibiendo flechazos a mansalva y cuchilladas en el corazón.
Lo peor es que entre tanto culpar y tanto llorar se pierde el punto importante de la historia: para seguir viviendo en paz hay que ver los objetos en su justa proporción.